Recuerda mi nombre, Señor...
He decidido rescatar este relato que escribí hace años para otro blog (19/09/2018), inspirado en la historia de dos personas a las que quiero mucho con las que aún mantengo un estrecho vínculo a través de los años, y especialmente aún más estrecho en los últimos meses.
Ahora, este relato adquiere para mí un significado profundamente personal, uno que quizá comparta en detalle más adelante, no ahora. Publicarlo de nuevo se siente como una forma de expresar aquello que aún no estoy preparada para decir con palabras, como si estas líneas pudieran hablar por mí en su lugar, conectar con las mismas emociones.
Espero que al compartirlo, encuentre su propia manera de resonar con quienes lo lean.
________________________________________________________________
Recuerda mi nombre, Señor...
Tomada de su mano, Rocío caminaba por la calle junto a su padre, camino de la iglesia desde donde saldría en procesión el paso del Cristo del Perdón.
Su padre la animaba a caminar más rápido ─pero con esas piernecitas tan diminutas, seguro que llegamos tarde y va a tener que venir el Cristo a buscarnos a nosotros para reñirnos por no ir a verle─ decía su padre con tono de burla para después revolverle el cabello. ─O tu madre, que no sé qué sería peor─ decía riendo.
Su madre y su hermana mayor ya esperaban cerca de la iglesia y algo impacientes por la tardanza, a que llegaran Paco y Rocío ─Siempre lo mismo con ellos─ decía María entre suspiros, mientras miraba alrededor en busca de su esposo y su hija pequeña.
Cuando los veía llegar a ambos, entre risas y bromas, María suspiraba tranquila, aunque a Paco le dedicaba su mirada más afilada de reproche
─Paco, es que todos los años igual eh, pensando en las musarañas y yo aquí preocupada y pensando lo peor
─Mujer, que no es para tanto. De todas formas, el día que decida “ir a por tabaco” y no volver, será el día que empiece a fumar. ─decía Paco, mientras pasaba un brazo sobre los hombros de María para abrazarla─
Todos los años Rocío asistía a la misma escena, donde su madre se fingía enojada y su padre, lleno de ternura, la achuchaba contra sí logrando que a María se le olvidaran los pesares y luego, juntos y en silencio, veían la procesión del Cristo del Perdón, mientras su madre lloraba emocionada y llena de Fe, al igual que su padre, que parecía perderse en sus pensamientos mientras miraba con los ojos enrojecidos y llenos de devoción, cómo el Cristo desfilaba ante ellos.
La familia vivía en una modesta casita de una sola planta, provista de todo lo necesario para vivir de forma humilde, pero sin escasez.
Paco, que trabajaba como albañil, traía el único sueldo con el que la familia se mantenía mes a mes. No daba para lujos, pero podían permitirse comer diariamente y pagar las facturas. María hacía las labores del hogar y cuidaba de las niñas y, cuando tenía la oportunidad, hacía limpieza para otras señoras cobrando algunas monedas por horas. Un dinero extra que se agradecía mucho en casa.
Cada 26 de marzo, la familia al completo acompañaba al Cristo del Perdón desde la iglesia de donde salía hasta buena parte del recorrido. Y cuando las niñas se cansaban de caminar, Paco y María ponían rumbo a casa, desde donde también podían ver desde las ventanas cómo el Cristo del Perdón desfilaba apenas a unos metros. Rocío se encaramaba a la ventana para mirarlo, sujeta a las rejas que la rodeaban, aspirando el aroma de las velas mientras se dejaba envolver por el sonido de los tambores. Al igual que el resto de la familia, esperaba el momento en que su vecino, Tomás, se arrancase a cantar la Saeta al Cristo. Era un momento mágico porque los nazarenos, al escuchar a Tomás, detenían la procesión y giraban el paso del Cristo del Perdón hacia la voz, y en esos momentos el Cristo parecía mirar hacia el interior de la casa de Rocío y ella sentía un cosquilleo que la invadía completamente porque, más allá de saber el verdadero motivo por el cual el Cristo se giraba, ella imaginaba que la buscaba con la mirada por haber llegado tarde a la puerta de la iglesia, y hasta le sonreía, como lo hacía su padre cuando la animaba a caminar más deprisa. Pocas tradiciones se mantuvieron en la familia con el devenir de los tiempos como aquella.
Con los años, las cosas cambiaron y llevar un sueldo con el que mantener a la familia empezó a resultar difícil para Paco. Una crisis económica asolaba España y como en todas las empresas, muchos puestos de trabajo empezaron a peligrar en la suya. La dirección no dudaba a la hora de reducir plantilla en las obras, quedándose con el personal justo que se deslomaba a trabajar por un sueldo aún más reducido. Tal era la situación para Paco que no dudó en aceptar las nuevas condiciones consciente que no podía permitirse el despido porque, con su edad y con los tiempos que corrían, era bastante difícil que pudiera conseguir un puesto de trabajo como albañil en otro lugar.
Paco trabajaba más horas que nunca, día a día y en diferentes obras, bajo condiciones pésimas y sin rechistar. Apenas estaba en casa con su familia, salía al alba para regresar al anochecer. La mayoría de los días llegaba cuando las niñas ya se habían ido a dormir, pero Rocío le esperaba despierta hasta oírle llegar a casa y entrar, con pasos cansados, al dormitorio de su hermana Manuela y de ella. Entonces Rocío se hacía la dormida y Paco se inclinaba para besarle en la frente y acariciarle el pelo ─no me engañas, granuja. Sé que estás despierta, pero no se lo diré a tu madre─ susurraba Paco antes de abandonar el dormitorio, cerrando la puerta tras de sí.
María aceptaba todos los encargos que podía para sumar unos pocos dineros más a los que Paco traía a casa. De ese modo, María planchaba, cosía, lavaba, limpiaba y cocinaba para varias señoras de posibles que poco les importaba las condiciones físicas de María cuando terminaba de limpiar baldosas de jardín a cepillo y arrodillada en el suelo, con ácidos que desprendían vapores, o las heridas de sus manos de tanto frotar ropa con la pastilla de jabón en la pila, o cuánto le dolían los ojos de esforzar la vista para coser y zurcir kilos de ropa interminable.
Rocío la admiraba, las pocas veces que María le permitía acompañarla al trabajo, Rocío podía pasar horas sentada observando cómo María iba de aquí para allá en la casa de las señoras, incansable a pesar de las muchas horas que trabajaba ora en casa de una señora, ora en casa de otra, ora en la casa familiar, haciendo las mismas tareas para ellos mismos.
Muchos años después, cuando Rocío pensaba en la familia, le gustaba recordar aquellos tiempos en los que iban juntos a las procesiones. Los tiempos en los que María se deshacía en miradas y suspiros de amor por Paco y este, consciente de ello, la estrechaba en sus brazos susurrándole palabras de amor que hacían sonrojar a María ─Ay, ¡quita, zalamero! que nos mira todo el mundo─ decía, disimulando su azoramiento y con una sonrisa complacida en los labios. Los tiempos en los que Paco le acariciaba el cabello le besaba en la frente cuando llegaba a casa después de trabajar todo el día. Los días en que fueron una familia feliz, humilde pero rica en amor y cariño…
…antes de que la tragedia lo cambiara todo.
El sonido de los golpes en la puerta lo invadían todo aquella mañana. María, asustada, pidió a Rocío y a su hermana que esperasen en el salón mientras ella atendía la puerta. Quizá sospechaba que nada bueno se ocultaba tras la imperiosa llamada de aquel visitante y no quiso que ellas fueran testigos, sea como fuere no pudo evitar que, de un modo u otro, lo fueran.
Martín, el encargado de obras también fue el encargado aquella mañana de dar la peor noticia. Paco había sufrido un accidente en la obra cuando, una placa de metal mal ensamblada había caído precipitándose contra su cuerpo. Aunque fue llevado inmediatamente al hospital, Paco no había sobrevivido. María se desmayó.
El funeral de Paco fue triste, todo el pueblo los acompañó en aquellos duros momentos, pero Rocío no se sentía acompañada, la invadió una soledad por todo su ser con la muerte de Paco que no cambiaba, aunque caminara acompañada entre diez mil personas. Para Rocío era como si le hubieran arrancado el alma y el corazón. Pero si para Rocío y su hermana fue difícil, para María supuso un cambio definitivo.
Su sonrisa desapareció y con ella su energía, aquella energía que Rocío admiraba, maravillada, cuando observaba a su madre. En su lugar se instaló una pena tan honda que María no podía superar. Su cabello se llenó de canas y su mirada, en aquellos ojos enmarcados por sombras oscuras, se perdía en el infinito, tal vez recordando a Paco, buscando los felices días en el pasado.
Los años pasaron sin demasiados cambios tras la muerte de Paco, aunque para poder sobrevivir mes a mes, Rocío y su hermana habían buscado trabajo cuando ambas se convirtieron en unas decididas jovencitas. Con la pensión de viudedad de María y el dinero que ambas traían a casa podían pagar facturas y llegar a fin de mes y así es como pasó el tiempo y los años para Rocío, sin apenas darse cuenta, cuidando de su madre, que se había convertido en una anciana prácticamente desde la muerte de Paco, cuidando de la casa y ayudando a su hermana.
Seguían acudiendo a la procesión del Cristo del perdón cada año, como otrora hicieron en el pasado cuando Paco vivía, a menudo, María miraba alrededor buscando a su marido entre la gente, mientras recitaba entre susurros ─Todos los años igual, ¿pero dónde se habrán metido─ y Rocío la estrechaba, llena de compasión y pena, como su padre lo hubiera hecho de haber estado con ellas.
Manuela no tardó en casarse con Sebastián apenas un año después de iniciar su noviazgo, abandonando la casa familiar para instalarse en su casita con su esposo, con la esperanza de llenarla de niños pronto. De ese modo Rocío quedó sola al cuidado de María, que ya tenía una edad avanzada y a la que aquellas alucinaciones que en un principio asociaban a la tristeza y la nostalgia, acabaron siendo síntomas de una enfermedad ingrata y degenerativa, el alzhéimer.
Al principio María tenía algunos olvidos y despistes que algunas veces la hacían perderse en la calle cuando iba a hacer algunas compras o caminaba rumbo a algún lugar que olvidaba en el momento. Del mismo modo a veces solía olvidar que estaba cocinando o planchando, y solía perder objetos por no recordar dónde los había puesto. Rocío la tranquilizaba quitándole hierro al asunto en cada una de las ocasiones en que la memoria fallaba a María y esta se echaba a llorar impotente y avergonzada por ello. En lo único que parecía no fallarle la memoria era cuando recordaba a Paco y aquellos años felices que pasaron juntos, queriéndose, cuidando de sus hijas, paseando por las calles durante la procesión del Cristo del Perdón. En esos momentos, con los ojos brillantes y la mirada perdida en el pasado, María navegaba en sus recuerdos en busca de la imagen de Paco, su tacto, el sonido de su voz susurrándole piropos que la hacían sonrojar y una tímida sonrisa acudía a sus labios. Cuando Rocío la observaba sonreír, sabía que María había encontrado a Paco en sus recuerdos.
Cuando la enfermedad avanzó, María dejó de hablar y con ello de comunicarse en todos los sentidos y con la mirada perdida en el infinito de manera constante. Rocío supo que ya no estaba con ella, aunque le hablaba todos los días, a todas horas como si María pudiera entenderla y responderle en cualquier momento.
La cuidaba con todo el amor que sentía. A menudo le mostraba una foto de familia en la que aparecían los cuatro juntos y María acariciaba el rostro de Paco con las yemas de sus dedos.
Ni siquiera la visita de sus 2 nietos, los hijos de Manuela y Sebastián lograban cambio alguno en María. Manuela visitaba a Rocío y María con frecuencia y a menudo traía a los niños para que pasaran un rato con la abuela y Rocío agradecía estas visitas en las juntos, con un gran vaso de chocolate, los niños escuchaban a Manuela y Rocío relatar las anécdotas de cuando eran niñas, y les hablaban de Paco y María, de aquellos años felices.
Durante algunos años, Rocío y Manuela se reunían cada 26 de marzo para ir juntas a la procesión del Cristo del Perdón, acompañadas también de Sebastián y los niños siguiendo la tradición de la familia. Rocío llevaba a María en una silla de ruedas, abrigada y con los ojillos más despiertos que nunca, siempre buscando incansablemente entre la gente el rostro de Paco. Cada 26 de marzo, María experimentaba un asombroso cambio que parecía devolverla brevemente de entre las tinieblas, aunque continuaba sin articular palabra, su mirada se llenaba de expresión, movía los labios y aunque no salía sonido alguno de su boca, podía entenderse claramente aquel ─Todos los años igual, ¿dónde se habrá metido este hombre?
La enfermedad avanzó para María que ya no podía moverse, así que Rocío la llevaba de la cama al sillón cuando amanecía y del sillón a la cama cuando anochecía. Abría los ojos cuando despertaba y nuevamente los cerraba cuando dormía y esa era todo.
Rocío le daba de comer, la aseaba, le masajeaba cada músculo del cuerpo y la cuidaba con amor las 24 horas de todos los días. Cuando María dormía, Rocío la observaba y acariciando su pelo le decía cuanto la quería y la echaba de menos. Cuantas veces recordaba aquella mujer de vitalidad incansable cuando ella era una niña, y verla ahí inmóvil, sin habla, le hacía el corazón añicos.
A sus 31 años, Rocío era consciente que había dado toda su vida por cuidar de su madre, pero no se arrepentía de ello, cada segundo al cuidado de María compensaba todo. No imaginaba la vida sin ella, a menudo pensaba en qué pasaría cuando María abandonara este mundo y en qué sería de ella, pero no tenía respuestas para eso.
La salud de María se tornó más delicada y el médico desaconsejó moverla de la cama. Un brusco resfriado había provocado problemas respiratorios y fiebres que el médico sospechaba que podían ir a más por lo que instó a Rocío a mantenerla siempre abrigada e hidratada y con vigilancia constante.
Con los días, María empeoró consumida por la fiebre que no tenía visos de remitir y el médico informó a unas desechas Rocío y Manuela que no se podía hacer nada más por ella, salvo esperar el triste desenlace y rezar.
Rocío no se apartaba de su lado, le tomaba de la mano, la besaba y acariciaba y le decía cuanto la quería, pidiendo a Dios que no se la llevara de su lado, obrando el milagro de su recuperación durante aquel 26 de mayo, el primero de toda su vida que no irían a buscar al Cristo del Perdón a la puerta de la iglesia. Pero Dios no obraba el milagro y Rocío se derrumbaba en llantos, de rodillas, junto a la cama de María, mientras le tomaba de la mano. Y fue entonces cuando sucedió…
─ Todos los años igual eh Paco, pensando en las musarañas y yo aquí preocupada─ La voz de María sobresaltó a Rocío que la miró, con los ojos como platos, tratando de entender qué estaba sucediendo. María miraba al frente, con el ceño fruncido en una fingida mueca de disgusto, como antaño, a la espera de los mimos de Paco que la hacían olvidar su enojo y la hacía sonrojar mientras se apartaba de él llamándole zalamero y con las mejillas ruborizadas.
Rocío siguió la mirada de su madre que continuaba mirando al frente, hacia la ventana y fue entonces cuando escuchó la voz de su anciano vecino Tomás cantando la saeta al Cristo del Perdón en el instante en que el paso del Cristo giraba y se ponía de frente hacia ellas, y en esos momentos el Cristo parecía mirar hacia el interior de la casa y la niña que había en su interior imaginaba que la buscaba con la mirada por haber llegado tarde a la puerta de la iglesia ─ y va a tener que venir el Cristo a buscarnos a nosotros para reñirnos por no ir a verle─ escuchó claramente decir en su mente la voz de Paco. Las lágrimas surcaron su cara cuando miró a María que ya se había ido. Una amplia sonrisa adornaba su rostro y supo que ya estaba junto a Paco.
Tres años después, Rocío buscaba con la mirada a Miguel entre la gente congregada en la puerta de la iglesia, llegaba tarde.
─ Mujer, ya sabes como son, se habrán entretenido. Y deja ya de mirar a todos lados que te vas a hacer un nudo en el cuello─ Decía Manuela a una inquieta Rocío que se retorcía las manos de los nervios.
A lo lejos, Sebastián se aproximaba abriéndose paso entre la gente, acompañado de Miguel, el marido de Rocío, que llevaba a Paco, el hijo de ambos de apenas ocho meses.Las dos hermanas continuaban así con la tradición familiar que iniciaron sus padres hacía ya tantos años, y de ese modo les recordaban. Unidas, Manuela y Rocío se dejaban llevar por la emoción al mirar al Cristo del Perdón, e imaginaban a Paco y María abrazados, junto a ellas.
Su padre la animaba a caminar más rápido ─pero con esas piernecitas tan diminutas, seguro que llegamos tarde y va a tener que venir el Cristo a buscarnos a nosotros para reñirnos por no ir a verle─ decía su padre con tono de burla para después revolverle el cabello. ─O tu madre, que no sé qué sería peor─ decía riendo.
Su madre y su hermana mayor ya esperaban cerca de la iglesia y algo impacientes por la tardanza, a que llegaran Paco y Rocío ─Siempre lo mismo con ellos─ decía María entre suspiros, mientras miraba alrededor en busca de su esposo y su hija pequeña.
Cuando los veía llegar a ambos, entre risas y bromas, María suspiraba tranquila, aunque a Paco le dedicaba su mirada más afilada de reproche
─Paco, es que todos los años igual eh, pensando en las musarañas y yo aquí preocupada y pensando lo peor
─Mujer, que no es para tanto. De todas formas, el día que decida “ir a por tabaco” y no volver, será el día que empiece a fumar. ─decía Paco, mientras pasaba un brazo sobre los hombros de María para abrazarla─
Todos los años Rocío asistía a la misma escena, donde su madre se fingía enojada y su padre, lleno de ternura, la achuchaba contra sí logrando que a María se le olvidaran los pesares y luego, juntos y en silencio, veían la procesión del Cristo del Perdón, mientras su madre lloraba emocionada y llena de Fe, al igual que su padre, que parecía perderse en sus pensamientos mientras miraba con los ojos enrojecidos y llenos de devoción, cómo el Cristo desfilaba ante ellos.
La familia vivía en una modesta casita de una sola planta, provista de todo lo necesario para vivir de forma humilde, pero sin escasez.
Paco, que trabajaba como albañil, traía el único sueldo con el que la familia se mantenía mes a mes. No daba para lujos, pero podían permitirse comer diariamente y pagar las facturas. María hacía las labores del hogar y cuidaba de las niñas y, cuando tenía la oportunidad, hacía limpieza para otras señoras cobrando algunas monedas por horas. Un dinero extra que se agradecía mucho en casa.
Cada 26 de marzo, la familia al completo acompañaba al Cristo del Perdón desde la iglesia de donde salía hasta buena parte del recorrido. Y cuando las niñas se cansaban de caminar, Paco y María ponían rumbo a casa, desde donde también podían ver desde las ventanas cómo el Cristo del Perdón desfilaba apenas a unos metros. Rocío se encaramaba a la ventana para mirarlo, sujeta a las rejas que la rodeaban, aspirando el aroma de las velas mientras se dejaba envolver por el sonido de los tambores. Al igual que el resto de la familia, esperaba el momento en que su vecino, Tomás, se arrancase a cantar la Saeta al Cristo. Era un momento mágico porque los nazarenos, al escuchar a Tomás, detenían la procesión y giraban el paso del Cristo del Perdón hacia la voz, y en esos momentos el Cristo parecía mirar hacia el interior de la casa de Rocío y ella sentía un cosquilleo que la invadía completamente porque, más allá de saber el verdadero motivo por el cual el Cristo se giraba, ella imaginaba que la buscaba con la mirada por haber llegado tarde a la puerta de la iglesia, y hasta le sonreía, como lo hacía su padre cuando la animaba a caminar más deprisa. Pocas tradiciones se mantuvieron en la familia con el devenir de los tiempos como aquella.
Con los años, las cosas cambiaron y llevar un sueldo con el que mantener a la familia empezó a resultar difícil para Paco. Una crisis económica asolaba España y como en todas las empresas, muchos puestos de trabajo empezaron a peligrar en la suya. La dirección no dudaba a la hora de reducir plantilla en las obras, quedándose con el personal justo que se deslomaba a trabajar por un sueldo aún más reducido. Tal era la situación para Paco que no dudó en aceptar las nuevas condiciones consciente que no podía permitirse el despido porque, con su edad y con los tiempos que corrían, era bastante difícil que pudiera conseguir un puesto de trabajo como albañil en otro lugar.
Paco trabajaba más horas que nunca, día a día y en diferentes obras, bajo condiciones pésimas y sin rechistar. Apenas estaba en casa con su familia, salía al alba para regresar al anochecer. La mayoría de los días llegaba cuando las niñas ya se habían ido a dormir, pero Rocío le esperaba despierta hasta oírle llegar a casa y entrar, con pasos cansados, al dormitorio de su hermana Manuela y de ella. Entonces Rocío se hacía la dormida y Paco se inclinaba para besarle en la frente y acariciarle el pelo ─no me engañas, granuja. Sé que estás despierta, pero no se lo diré a tu madre─ susurraba Paco antes de abandonar el dormitorio, cerrando la puerta tras de sí.
María aceptaba todos los encargos que podía para sumar unos pocos dineros más a los que Paco traía a casa. De ese modo, María planchaba, cosía, lavaba, limpiaba y cocinaba para varias señoras de posibles que poco les importaba las condiciones físicas de María cuando terminaba de limpiar baldosas de jardín a cepillo y arrodillada en el suelo, con ácidos que desprendían vapores, o las heridas de sus manos de tanto frotar ropa con la pastilla de jabón en la pila, o cuánto le dolían los ojos de esforzar la vista para coser y zurcir kilos de ropa interminable.
Rocío la admiraba, las pocas veces que María le permitía acompañarla al trabajo, Rocío podía pasar horas sentada observando cómo María iba de aquí para allá en la casa de las señoras, incansable a pesar de las muchas horas que trabajaba ora en casa de una señora, ora en casa de otra, ora en la casa familiar, haciendo las mismas tareas para ellos mismos.
Muchos años después, cuando Rocío pensaba en la familia, le gustaba recordar aquellos tiempos en los que iban juntos a las procesiones. Los tiempos en los que María se deshacía en miradas y suspiros de amor por Paco y este, consciente de ello, la estrechaba en sus brazos susurrándole palabras de amor que hacían sonrojar a María ─Ay, ¡quita, zalamero! que nos mira todo el mundo─ decía, disimulando su azoramiento y con una sonrisa complacida en los labios. Los tiempos en los que Paco le acariciaba el cabello le besaba en la frente cuando llegaba a casa después de trabajar todo el día. Los días en que fueron una familia feliz, humilde pero rica en amor y cariño…
…antes de que la tragedia lo cambiara todo.
El sonido de los golpes en la puerta lo invadían todo aquella mañana. María, asustada, pidió a Rocío y a su hermana que esperasen en el salón mientras ella atendía la puerta. Quizá sospechaba que nada bueno se ocultaba tras la imperiosa llamada de aquel visitante y no quiso que ellas fueran testigos, sea como fuere no pudo evitar que, de un modo u otro, lo fueran.
Martín, el encargado de obras también fue el encargado aquella mañana de dar la peor noticia. Paco había sufrido un accidente en la obra cuando, una placa de metal mal ensamblada había caído precipitándose contra su cuerpo. Aunque fue llevado inmediatamente al hospital, Paco no había sobrevivido. María se desmayó.
El funeral de Paco fue triste, todo el pueblo los acompañó en aquellos duros momentos, pero Rocío no se sentía acompañada, la invadió una soledad por todo su ser con la muerte de Paco que no cambiaba, aunque caminara acompañada entre diez mil personas. Para Rocío era como si le hubieran arrancado el alma y el corazón. Pero si para Rocío y su hermana fue difícil, para María supuso un cambio definitivo.
Su sonrisa desapareció y con ella su energía, aquella energía que Rocío admiraba, maravillada, cuando observaba a su madre. En su lugar se instaló una pena tan honda que María no podía superar. Su cabello se llenó de canas y su mirada, en aquellos ojos enmarcados por sombras oscuras, se perdía en el infinito, tal vez recordando a Paco, buscando los felices días en el pasado.
Los años pasaron sin demasiados cambios tras la muerte de Paco, aunque para poder sobrevivir mes a mes, Rocío y su hermana habían buscado trabajo cuando ambas se convirtieron en unas decididas jovencitas. Con la pensión de viudedad de María y el dinero que ambas traían a casa podían pagar facturas y llegar a fin de mes y así es como pasó el tiempo y los años para Rocío, sin apenas darse cuenta, cuidando de su madre, que se había convertido en una anciana prácticamente desde la muerte de Paco, cuidando de la casa y ayudando a su hermana.
Seguían acudiendo a la procesión del Cristo del perdón cada año, como otrora hicieron en el pasado cuando Paco vivía, a menudo, María miraba alrededor buscando a su marido entre la gente, mientras recitaba entre susurros ─Todos los años igual, ¿pero dónde se habrán metido─ y Rocío la estrechaba, llena de compasión y pena, como su padre lo hubiera hecho de haber estado con ellas.
Manuela no tardó en casarse con Sebastián apenas un año después de iniciar su noviazgo, abandonando la casa familiar para instalarse en su casita con su esposo, con la esperanza de llenarla de niños pronto. De ese modo Rocío quedó sola al cuidado de María, que ya tenía una edad avanzada y a la que aquellas alucinaciones que en un principio asociaban a la tristeza y la nostalgia, acabaron siendo síntomas de una enfermedad ingrata y degenerativa, el alzhéimer.
Al principio María tenía algunos olvidos y despistes que algunas veces la hacían perderse en la calle cuando iba a hacer algunas compras o caminaba rumbo a algún lugar que olvidaba en el momento. Del mismo modo a veces solía olvidar que estaba cocinando o planchando, y solía perder objetos por no recordar dónde los había puesto. Rocío la tranquilizaba quitándole hierro al asunto en cada una de las ocasiones en que la memoria fallaba a María y esta se echaba a llorar impotente y avergonzada por ello. En lo único que parecía no fallarle la memoria era cuando recordaba a Paco y aquellos años felices que pasaron juntos, queriéndose, cuidando de sus hijas, paseando por las calles durante la procesión del Cristo del Perdón. En esos momentos, con los ojos brillantes y la mirada perdida en el pasado, María navegaba en sus recuerdos en busca de la imagen de Paco, su tacto, el sonido de su voz susurrándole piropos que la hacían sonrojar y una tímida sonrisa acudía a sus labios. Cuando Rocío la observaba sonreír, sabía que María había encontrado a Paco en sus recuerdos.
Cuando la enfermedad avanzó, María dejó de hablar y con ello de comunicarse en todos los sentidos y con la mirada perdida en el infinito de manera constante. Rocío supo que ya no estaba con ella, aunque le hablaba todos los días, a todas horas como si María pudiera entenderla y responderle en cualquier momento.
La cuidaba con todo el amor que sentía. A menudo le mostraba una foto de familia en la que aparecían los cuatro juntos y María acariciaba el rostro de Paco con las yemas de sus dedos.
Ni siquiera la visita de sus 2 nietos, los hijos de Manuela y Sebastián lograban cambio alguno en María. Manuela visitaba a Rocío y María con frecuencia y a menudo traía a los niños para que pasaran un rato con la abuela y Rocío agradecía estas visitas en las juntos, con un gran vaso de chocolate, los niños escuchaban a Manuela y Rocío relatar las anécdotas de cuando eran niñas, y les hablaban de Paco y María, de aquellos años felices.
Durante algunos años, Rocío y Manuela se reunían cada 26 de marzo para ir juntas a la procesión del Cristo del Perdón, acompañadas también de Sebastián y los niños siguiendo la tradición de la familia. Rocío llevaba a María en una silla de ruedas, abrigada y con los ojillos más despiertos que nunca, siempre buscando incansablemente entre la gente el rostro de Paco. Cada 26 de marzo, María experimentaba un asombroso cambio que parecía devolverla brevemente de entre las tinieblas, aunque continuaba sin articular palabra, su mirada se llenaba de expresión, movía los labios y aunque no salía sonido alguno de su boca, podía entenderse claramente aquel ─Todos los años igual, ¿dónde se habrá metido este hombre?
La enfermedad avanzó para María que ya no podía moverse, así que Rocío la llevaba de la cama al sillón cuando amanecía y del sillón a la cama cuando anochecía. Abría los ojos cuando despertaba y nuevamente los cerraba cuando dormía y esa era todo.
Rocío le daba de comer, la aseaba, le masajeaba cada músculo del cuerpo y la cuidaba con amor las 24 horas de todos los días. Cuando María dormía, Rocío la observaba y acariciando su pelo le decía cuanto la quería y la echaba de menos. Cuantas veces recordaba aquella mujer de vitalidad incansable cuando ella era una niña, y verla ahí inmóvil, sin habla, le hacía el corazón añicos.
A sus 31 años, Rocío era consciente que había dado toda su vida por cuidar de su madre, pero no se arrepentía de ello, cada segundo al cuidado de María compensaba todo. No imaginaba la vida sin ella, a menudo pensaba en qué pasaría cuando María abandonara este mundo y en qué sería de ella, pero no tenía respuestas para eso.
La salud de María se tornó más delicada y el médico desaconsejó moverla de la cama. Un brusco resfriado había provocado problemas respiratorios y fiebres que el médico sospechaba que podían ir a más por lo que instó a Rocío a mantenerla siempre abrigada e hidratada y con vigilancia constante.
Con los días, María empeoró consumida por la fiebre que no tenía visos de remitir y el médico informó a unas desechas Rocío y Manuela que no se podía hacer nada más por ella, salvo esperar el triste desenlace y rezar.
Rocío no se apartaba de su lado, le tomaba de la mano, la besaba y acariciaba y le decía cuanto la quería, pidiendo a Dios que no se la llevara de su lado, obrando el milagro de su recuperación durante aquel 26 de mayo, el primero de toda su vida que no irían a buscar al Cristo del Perdón a la puerta de la iglesia. Pero Dios no obraba el milagro y Rocío se derrumbaba en llantos, de rodillas, junto a la cama de María, mientras le tomaba de la mano. Y fue entonces cuando sucedió…
─ Todos los años igual eh Paco, pensando en las musarañas y yo aquí preocupada─ La voz de María sobresaltó a Rocío que la miró, con los ojos como platos, tratando de entender qué estaba sucediendo. María miraba al frente, con el ceño fruncido en una fingida mueca de disgusto, como antaño, a la espera de los mimos de Paco que la hacían olvidar su enojo y la hacía sonrojar mientras se apartaba de él llamándole zalamero y con las mejillas ruborizadas.
Rocío siguió la mirada de su madre que continuaba mirando al frente, hacia la ventana y fue entonces cuando escuchó la voz de su anciano vecino Tomás cantando la saeta al Cristo del Perdón en el instante en que el paso del Cristo giraba y se ponía de frente hacia ellas, y en esos momentos el Cristo parecía mirar hacia el interior de la casa y la niña que había en su interior imaginaba que la buscaba con la mirada por haber llegado tarde a la puerta de la iglesia ─ y va a tener que venir el Cristo a buscarnos a nosotros para reñirnos por no ir a verle─ escuchó claramente decir en su mente la voz de Paco. Las lágrimas surcaron su cara cuando miró a María que ya se había ido. Una amplia sonrisa adornaba su rostro y supo que ya estaba junto a Paco.
Tres años después, Rocío buscaba con la mirada a Miguel entre la gente congregada en la puerta de la iglesia, llegaba tarde.
─ Mujer, ya sabes como son, se habrán entretenido. Y deja ya de mirar a todos lados que te vas a hacer un nudo en el cuello─ Decía Manuela a una inquieta Rocío que se retorcía las manos de los nervios.
A lo lejos, Sebastián se aproximaba abriéndose paso entre la gente, acompañado de Miguel, el marido de Rocío, que llevaba a Paco, el hijo de ambos de apenas ocho meses.Las dos hermanas continuaban así con la tradición familiar que iniciaron sus padres hacía ya tantos años, y de ese modo les recordaban. Unidas, Manuela y Rocío se dejaban llevar por la emoción al mirar al Cristo del Perdón, e imaginaban a Paco y María abrazados, junto a ellas.